Luego
vinieron las lecciones. Había que aprender sobre historia de la literatura,
sobre las grandes obras y los grandes autores, y sobre la importancia de
ciertos elementos en cada texto literario que había que tomar en cuenta para
juzgarlo. Recuerdo bien mi manual de lecturas en el colegio, porque seguía una
fórmula de “análisis” muy estructurada y repetitiva que todos los estudiantes
debíamos seguir al pie de la letra, so pena de reprobar la materia. Así, sin
importar de qué tipo de libro se tratara, era preciso identificar el tema
principal y los temas secundarios, los personajes principales y los
secundarios, si tenía un narrador en primera o tercera persona, si era
omnisciente o no, y otros detalles de tiempo, argumento y demás que podían
convertir el libro más intenso en el bodrio más aburrido. Para empeorar las
cosas, no se podía ya leer lo que uno quisiera, sino lo que mandaba el
programa, y este estaba integrado invariablemente por textos que habían sido
escritos en épocas relativamente lejanas (o muy lejanas para cualquier
adolescente), por autores que no nos decían nada y que trataban de temas que
nos eran ajenos en todo sentido.
Sin
embargo, me las apañé para disfrutar no pocas lecturas de aquellas, siguiendo
un método propio: primero hacía la tarea, esto es, respondía el cuestionario
con todos esos ítemes aburridos que venían en el manual y me los aprendía para
el examen; y luego, tomaba el libro y lo exploraba según mi antiguo sistema.
Como era ya una lectora más avezada para entonces, descubrí que algunos de
aquellos libros en realidad sí me parecían interesantes y hasta me gustaron;
otros, quedaron en el olvido, pues no representaron nada para mí.
Mi relación
con la literatura se volvió después aun más compleja, porque no contenta con
haber superado las estructuradas clases de español del colegio, decidí entrar a
los cursos de filología española en la universidad, donde la teoría literaria y
la crítica terminaban de arruinar cualquier idea de disfrute como guía para
abordar la lectura de una novela o un cuento. Había arribado a los territorios
de la crítica. En esa época fue cuando sufrí los primeros impactos teóricos y analíticos de mi vida, pero también comencé a conocer un mundo hasta el momento desconocido para mí: un mundo donde las reglas del juego eran muy distintas a las de mi niñez.
No se podía
tomar en cuenta la subjetividad. Si una novela me gustaba o no, era
irrelevante. Ni siquiera era laudable. Ningún crítico profesional podría,
jamás, rendirse a los encantos del simple gusto para valorar una lectura
literaria. Otros eran los criterios que debían tomarse en cuenta para
evaluarla, y esos criterios ya no eran siquiera los hiperestructurados y vacíos
parámetros de mi manual de secundaria, no. Ahora había que ahondar, pasar de
las obviedades de la narratología para sumergirse en el psicoanálisis, la
sociocrítica, las ideologías político-sociales o históricas, la teoría del
género y otros trasfondos realmente objetivos que habrían de abrirme las llaves
del interior del texto. Naturalmente, en este contexto, el gusto personal debía
quedar encadenado bajo llave, jamás dejarlo salir, que nunca contaminara las
aguas del frío análisis del texto.
No menosprecio el aporte brillante que en realidad todas esas
teorías y herramientas críticas han dado al estudio de la literatura y su
enriquecimiento, pues no se puede negar que críticos y teóricos han contribuido a hacer comprender la dinámica maravillosa que se esconde detrás de la creación literaria, y la han convertido en una valiosa joya de la sociedad. Soy consciente de que este aporte de objetividad es necesario para que muchos textos vean la luz y sean apreciados en toda su especial dimensión. Pero es preciso no dejarse llevar por la ilusión de que al obtener tal clase de conocimientos, se nos muere para siempre los niños lectores que vivían en nosotros. La niña que siempre hubo en mí se mantuvo firme. Me ha ayudado a comprender que un crítico o un teórico literario tiene capacidad para ser objetivo, pero a la vez, sigue siendo dueño de sus subjetividades, y así como es capaz de analizar y juzgar un texto con toda objetividad, también es capaz de leer con los ojos del corazón.
La subjetividad está siempre ahí, poderosa, llameante. El niño lector sigue viviendo y clasificando y prefiriendo libros porque le gustan y tratando de evadir otros porque no le gustan. Y puede coexistir con el crítico adulto y maduro que juzga libros por su calidad, por su estilo y su capacidad de innovación, sea que le gusten o no. Si esa coexistencia se da de forma armónica, el crítico aprenderá a distinguir cuál opinión surge de su niño lector y cuál de sus conocimientos profesionales. Será, entonces, un crítico honesto.
Pero esa
honestidad es rara en el sinnúmero de reseñas que tanto abundan en Internet.
Leo y leo comentarios sobre libros X o Y y aunque es evidente que el reseñador
le ha cogido manía a uno o se ha derretido de placer por el otro, pretenden
colocarse como analistas fríos y destruyen o ensalzan una novela o un relato
desde la autoridad del crítico aduciendo razones de tipo objetivo, cuando en
realidad son motivadas por su corazón… o por su hígado.
Ojo con
esta estirpe de críticos que no reconocen que dan razones absurdas para
calificar un libro como “malo”, solo porque no se atreven a declarar que
simplemente no les gusta. Que el personaje principal les cayó mal porque les
recuerda a su colega o a su jefe o a su ex. Que las temáticas de cierto tipo
los aburren porque simplemente no se ven en ellas. Que no soportan las novelas
y solo gustan de los cuentos; o al revés, son entusiastas de las novelas y no
soportan las historias cortas. Etc.
Ojo con
esta estirpe, porque se apoderan de la opinión calificada sin dar sus
verdaderas razones.
La próxima
vez comentaré algunas de los criterios que he visto enarbolar para descalificar
una obra, que me parecen más surgidos de la subjetividad que de un auténtico
análisis. =)
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