Hace poco, escribí
una entrada en este blog comentando la aparente obsesión de algunos círculos críticos y/o sesudos por los finales trágicos u oscuros como signo "indiscutible" de la "adultez" y "seriedad" de una obra literaria. Vamos, que si un relato o novela terminaba con un final "feliz" (aunque éste fuese coherente con el resto de la historia), la obra sería considerada "infantil", incluso ñoña, ingenua y poco valorable. "Porque la realidad no es así", considerando la realidad como un continuum de hechos desvastadores, crueles y oscuros. En mi entrada, me oponía a esta idea y argumentaba que lo importante de un final no era si éste desembocaba en una tragedia o en una resolución feliz, sino si éste era coherente con el resto de la historia, incluso verosímil.
Pues bien, la realidad acaba de darme la razón. Para todos aquellos que insisten en denostar los finales felices
a priori, como si fuesen el producto de mentes ingenuas, porque piensan que en la vida real sólo existen las tragedias y las amarguras, acabamos de ser testigos presenciales de una historia real -más real no puede ser, pues ni siquiera fue creada en un
reality show con guión y todo eso- que no sólo se desenvolvió con todos los ingredientes de incertidumbre, angustia y desespero de una historia escrita por la pluma de un autor, sino que revistió todas las características de un desarrollo feliz y de un desenlace feliz. Diría, perfecto. Sí, supongo que saben a qué me refiero: al rescate de los 33 mineros chilenos que permanecieron atrapados por 70 días a 622 metros bajo roca sólida.
Sí, sí, me dirán que es cuestión de los medios. Y yo les diré: ¡ja! No puedo saber (ni nadie que no sean ellos) cuáles fueron sus pensamientos, sus angustias y sus tristezas. No puedo saber si se pelearon, si tuvieron rencillas, si mantienen resquemores. No puedo saber si alguno culpó a otro de X o Y, ni tampoco si hubo depresiones en algún momento. Nada de eso es de conocimiento público, y no importa para nuestros efectos. Lo que sí sabemos son los hechos comprobados, que bien pueden formar parte de una historia cualquiera escrita por un autor creativo.
Primero. En una mina en el norte de Chile hubo un derrumbe que taponeó parte de uno de los túneles más profundos. Segundo. La mayoría de los mineros salió con vida en los momentos que siguieron al derrumbe, y no se registró ningún muerto entre ellos. ¿Pudo morir alguien? Sí, claro. ¿Suelen morir muchos mineros al año en eventos similares? Sin duda. ¿Murió alguien en este evento de Chile? No. Y punto. No murió nadie. ¿Qué pasaría si un autor describiera en su novela "Atrapados" (título ficticio, ojo) que hay un derrumbe en un túnel a más de 500 metros de profundidad y salen varios cientos de mineros y ninguno muere? Yo sé lo que pasaría: los sesudos dirían que no es "realista".
¿Cómo no va a morir alguien?, dirían,
¡es un ingenuo!, añadirían. Y resulta que en la realidad, ¡no murió nadie! ¡Já!
Tercero. Quedaron 33 mineros atrapados, del otro lado del derrumbe. En ese momento, se les consignó como desaparecidos. Cuarto. Pasan 17 días de incertidumbre, durante los cuales los familiares de los desaparecidos se presentan en las inmediaciones de la mina a exigir que se continúen las tareas de búsqueda. Aseguran que sus seres queridos están vivos, que hay que seguir buscando. Sale a la prensa los problemas que tenía la mina, los conflictos con la compañía minera, la intervención del gobierno chileno que se compromete a hacerse cargo de la búsqueda y del eventual rescate, etc. Se perforan varios huecos y se usan sondas para intentar dar con los mineros, de los cuales sigue sin saberse nada.
Quinto. El 22 de agosto ocurre lo insospechado: ¡aparecen los mineros! Una sonda logra dar con el refugio y uno de ellos, el jefe, le conecta un mensaje que reza "Estamos bien en el refugio los 33". De nuevo, parece que la realidad se sobrepone a la ficción, ¿no?, porque nuestros sesudos críticos de los finales felices dirían de una novela así:
¡qué ñoñez! ¿Cuáles son las probabilidades de encontrarlos vivos y a todos ellos? ¡Muy pocas! Pues sí, normalmente muere gente, pero en este caso, que es
real, resulta que los 33 desaparecidos estaban todos vivos. Todos. No murió nadie. ¿Ñoño? A mí me parece simplemente un hecho de la realidad...
Sexto. Comienzan las tareas de rescate por un lado y de mantenimiento de vida por el otro. Establecen sistemas de comunicación con los mineros, les envían medicinas, comida y otros implementos, logran conectar a las familias con ellos, y entretanto, se traen inmensas máquinas perforadoras que horadan la roca para lograr llegar hasta los atrapados. No es una máquina, son tres. Y poderosas. ¿Exageración de la mente de un autor? ¡Qué va! De nuevo, la realidad. Hecho a la vista, comprobado. Ni siquiera es una suposición, las máquinas pueden verse y palparse.
Séptimo. A pesar de los oscuros pronósticos, una de las perforadoras llega hasta el refugio de los mineros un mes y medio antes de lo previsto (y temido). Se reviste parte del pozo con acero, se construye una cápsula especial para traer a los mineros a la superficie y en una operación que se desarrolló sin incidentes (nada de tragedias, por cierto), la cápsula llega hasta el fondo y uno a uno, todos los mineros son rescatados de las profundidades de la tierra. Sale el último socorrista también, se sella el pozo y punto. Los mineros son trasladados al hospital más cercano y el reporte médico es:
muy satisfactorio. Algunos presentan algunas fallas de salud, atribuibles todas a condiciones preexistentes al accidente, pero la mayoría se encuentra en excelentes condiciones. O sea, no sólo estaban vivos, en efecto estaban bien. Final feliz.
¿Qué dije? ¿Final feliz? Sí, para disgusto de los pesimistas y amargados pregonadores de desastres, tenemos un final feliz. ¡Contra todos los pronósticos! ¿Es irreal? ¿Es ñoño? ¿Es inverosímil? ¿Es infantil? Imposible, porque no se lo inventó nadie: ocurrió en nuestra realidad.
Lo mejor de todo es que si indagamos en incontables historias de accidentes y desastres, encontraremos un gran número de finales felices como éste, más de los que podría uno pensar que existieran si creyéramos que la realidad siempre es negra y cruel, porque la vida no es una cadena de desgracias incontenible, sino un caleidoscopio de infinitas posibilidades, entre las cuales abundan los finales felices que precisamente permiten que la vida siga existiendo. Es absurdo exigir a un autor que siempre culmine sus historias de manera trágica, si la propia realidad no se prodiga en tragedias con esa frecuencia. Ya es hora de dejar la nota amargada y pesimista y asumir la verdadera realidad: pintas de agrio y dulce, de tragedia y comedia, de blanco y negro, de grises y multicolores, de variedad y maravilla. Y por sobretodo, de coherencia: lo que bien se comenzó, bien se terminó (¿no lo dijo por ahí el propio Shakespeare, que no sólo escribió magníficas tragedias sino también estupendas comedias?). Así estamos.
P.D. Quien quiera argumentar que las historias felices no gustan y no venden como las trágicas, que me explique entonces por qué hubo unos mil millones de televidentes en el mundo presenciando el rescate. Si eso no es
vender una historia, ya no sé qué puede serlo... ;)