Las modas
vienen y van, algunas veces regresan intactas, otras se renuevan y disfrazan un
poco para reinstalarse; y hay de las que parecen aferradas contra viento y
marea. Y siempre se comportan de la misma manera: si uno se viste de cierta
forma y parece impactar a los demás, todos los otros se van corriendo a
imitarlo, sea que su elección resulte un auténtico acierto, sea que les luzca
bien a ellos o no, sea que valga la pena el cambio. Por eso es moda, por lo
superficial.
¿Creen que
estoy hablando de vestidos y zapatos? Pues, poco importaría, porque en materia
de libros, el comportamiento humano es muy similar, yo diría que igual. Si lo
que está de moda son las historias con vampiros luminosos, hacemos, publicamos,
vendemos y leemos historias con vampiros luminosos. Si lo que está de moda son
poesías compuestas por palabras repetidas durante seis versos consecutivos,
hacemos, publicamos, vendemos y leemos poesías compuestas por palabras
repetidas durante seis versos consecutivos. Si lo que está de moda son
microcuentos de tres líneas con final sorprendente y un lenguaje bizarro, pues…
ahí continúa. El punto es que en literatura, tanto como en el vestido, como en
técnicas médicas alternativas, como en políticas públicas de impacto, la moda
sigue dictando su imperio. Y tal parece que quien no se ajuste a ella, es
visto como el “raro”.
En los
últimos tiempos, por ejemplo, más que las novelas de vampiros luminosos, he
notado que la moda imperante, la Gran
Tendencia, es la búsqueda desesperada y minuciosa del “realismo”: toda
historia que se precie de ser “buena” debe ser “realista”, porque si no es
“realista”, es una basura mercadológica destinada a ser consumida con rapidez y
olvidada con más velocidad aún, y que no merece el apelativo de “literatura”.
Realismo, realismo, realismo: debe imperar la “fidelidad” a la “realidad”.
De esta
manera, las historias que causan mayor impacto en nuestros días suelen ser las
que están “basadas en hechos de la vida real”, las biográficas, las históricas
y, por supuesto, las dramáticas de la vida contemporánea. Pero, ojo, eso no
significa que la literatura fantástica esté en retirada: ¡ni pensarlo! Lo que
ocurre es que a la literatura fantástica también se le exige realismo. Así como
se oye: la historia podrá contener hidras de muchas cabezas, magos poderosos y
hechizos de sangre, pero debe ser “realista”, porque si no lo es, no se acepta
como “buena”: no se sigue, no se recomienda, no se lee.
Lo que nos
deja en una gran laguna de preguntas, de las cuales, la principal es: ¿qué
estamos entendiendo por “realismo”?
Tengo la
impresión de que “realismo” es para todos sus más afanados defensores,
escritores o lectores, todo aquello que
huela mal. Si cuento una historia “realista” esta debe contener sangre, sudor y lágrimas, en gran
abundancia y despliegue. Debe haber personajes retorcidos y crueles, grandes
traiciones y sufrimiento a granel, y por supuesto, jamás pensar en un final que
no sea amargo, o al menos, agridulce (sea lo que esto signifique). Así, si la
historia está “basada” en “hechos reales”, debe ser una historia amarga o
trágica, o por lo menos muy triste, de algún enfermo terminal, de un soldado
mutilado o algo por el estilo, porque contar una historia de una familia feliz,
aunque esté basada en hechos reales, no sería “realista”. Igual sucede con las
novelas históricas, que suelen abordar períodos del pasado cargados de dramas…
Claro que en este rubro es mucho fácil hallar épocas históricas repletas de
sangre y sufrimiento, pues el ser humano ha sido muy generoso a la hora de
llevar tragedia a sus congéneres, todo hay que decirlo.
En cuanto a
los dramas contemporáneos, naturalmente impera el sufrimiento, la muerte y la
desgracia. La novela negra, por ejemplo, no sería lo que es si su detective principal
o su investigador, no fuera un tipo sufridísimo y acomplejado cargado de
demonios y otras variantes del sujeto “complejo”. Y aquellas novelas que sin
ser negras abordan dramas políticos o sociales, con denuncias incluidas, también
se precian de escarbar en lo más podrido del drama humano, con el afán de ser
“realistas”. Y, ¿qué se puede decir de la literatura fantástica? Lo mismo: la
sangre, la depravación, la crueldad y la traición deben imponerse en la
historia, so pena de ser juzgada de “fantasiosa” (¿???).
Vamos a
ver. ¿Es realista suponer que el “realismo”
solo compete a la parte más podrida de la realidad? ¿De verdad es creíble que
vivimos en este mundo en medio de sangre, corrupción y muerte? Ni siquiera en
los países donde la situación política es realmente grave, donde impera la
falta de gobierno y de comida, donde hay vandalismo y asesinatos a diario, ni
siquiera ahí dejamos de encontrar muestras de solidaridad, apoyo y confianza,
ni siquiera ahí se desvanece un juego infantil ocasional, una lucha que vale la
pena resaltar, un triunfo de la vida sobre la muerte. ¡Ni que decir tiene de
todos los demás, donde la vida diaria es difícil, pero no imposible! Por favor,
la realidad es mucho más variada, multicolor y polifacética que la podredumbre
insistente de los “realismos” de moda.
Un sujeto
“complejo” no necesita cargar con demonios para ser complejo. Un ser humano normal, sin traumas infantiles ni tragedias
familiares, es lo suficientemente complejo en sí mismo como para ser
protagonista de una historia interesante. El arte del escritor sería pode
mostrar esa complejidad sin recurrir a los clichés “realistas” de moda. (Sí, lo
siento, ya son clichés: todo el mundo los usa).
Esto, por
cuanto el arte del escritor no estriba en su capacidad para mostrar escenarios
o personajes “realistas”, sino verosímiles:
o sea, historias que nos permitan a los lectores creer en ellas.
Seamos,
ahora sí, realistas. Ninguna historia, por muy sangrienta o podrida que esté,
es fiel a la realidad, como pretende
esta moda que ya va durando demasiado. Nada puede “calcar” la realidad, porque
ésta es tan inmensa que no puede ser abarcada por ningún ojo. Puede ser representada en partes, con ayuda de la
imaginación y la sensibilidad de un escritor, pero necesariamente, el resultado
será tan solo un mundo ficticio que querrá representar no la realidad tal como
es, sino la realidad tal como la ve el
escritor y como la imagina auténtica o posible.
Toda
historia es ficción, toda, sin excepción. La misión del escritor es convencer
al lector de que esa ficción puede ser sentida como auténtica, como creíble, de
que puede imaginar que entra en ella y la vive. O sea, convencer al lector de
que firme un pacto, en el que el lector acepta
que está leyendo una ficción como si fuera real.
Esto
significa que no es necesario incluir siempre sangre, sudor y lágrimas. De
hecho, la hiperabundancia de estos elementos está tornando las historias
actuales en calcos unas de las otras, en clichés repetidos hasta la saciedad que
terminarán por aburrir a todo el mundo. No incluirlos se convertirá entonces en
un desafío: en una auténtica transgresión a una moda persistente que inunda
toda la literatura actual.
Al menos,
hasta que aparezca la siguiente moda, claro. ;)