31 de julio de 2011

El placer (y la utilidad) de leer un clásico

Creo que desde nuestra más tierna infancia, cuando nos encontramos por primera vez con la posibilidad de acceder al misterioso mundo de las letras, nos enfrentamos a los clásicos literarios. Y los seguimos leyendo (o quizá resumiendo) a lo largo de nuestra vida escolar, colegial y hasta universitaria y muchas veces nos adentramos en la vida adulta a rodearnos de nuestras rutinas e intereses y sólo sabemos que allí están y alguna vez fueron parte de nuestra vida, con mayor o menor intensidad e interés. Y casi nunca nos preguntamos por qué son "clásicos".

Pues los académicos tendrán la respuesta precisa, por supuesto. Hay una gran variedad de clásicos. Los hay que tienen miles de años, que provienen de tradiciones literarias antiguas, como los clásicos griegos y latinos, y los hay más nuevos, los clásicos modernos, que a pesar de su "modernidad" suelen descontar ya varios decenios al menos de haber sido publicados, leídos y alabados. Y también depende de qué rama de la literatura estamos considerando, pues por supuesto están los llamados clásicos "universales", o sea, los clásicos de clásicos, esos que básicamente fundaron la literatura, como los poemas épicos griegos o los cánticos indios o los relatos persas, y están los clásicos específicos para cada género, que suelen ser más modernos, como cuando hablamos de los clásicos de la ciencia ficción, los cuales si acaso habrán cumplido el siglo y medio de existencia (si estiramos el concepto, podemos tener un clásico de doscientos años, pero no más allá).

Con respecto a los clásicos de clásicos, a los que podríamos llamar Clásicos con mayúscula, la relación suele ser bastante fría. Injustamente, quizá, pues su estudio suele ser tedioso, poco amable, y es raro el profesor que sabe hacerlos vivir en nuestras consciencias modernas. Quizá también con razón, pues no hay que olvidar que fueron escritos hace miles o cientos de años, cuando las condiciones del pensamiento humano eran distintas. Sin embargo, pienso que con una adecuada aproximación, es posible hacerlos "vivir" y realmente, poder sentir con Safo de Lesbos o Catulo, o emocionarse con Hesíodo o incluso con Homero, sufrir con Eurípides (como sufrí yo cuando leí su Edipo, ¡cielos, qué tragedia!) o disfrutar de los cuentos tardíos de Apuleyo. Se puede, sí, pero hay que contar con una buena guía o mucho, mucho entusiasmo propio, pues no son textos fáciles de primer intento. Sin embargo, cuando se les ha sabido apreciar, son una delicia.

Los clásicos más modernos son más sencillos, pues se van acercando a nuestra idiosincracia o nuestros valores, y podemos identificar nuestras angustias o emociones en sus historias o sentimientos con mayor facilidad que con los más antiguos. También hay más abundancia, por lo que habrá más de dónde escoger, lo cual siempre será una ventaja, pues no todos estamos hechos del mismo material ni tenemos las mismas inquietudes.

¿A qué voy con todo esto? Pues a algo muy sencillo. Sé que la literatura moderna tiene mucho que ofrecer y si se sabe buscar bien se pueden hallar auténticos tesoros. Dependiendo de para qué lea uno, así podrá hallar lo que busca: los que buscan puro placer, lo encontrarán, sin duda, sea placer del sufrimiento o placer de la alegría o de la acción; mientras que quienes desean aprender algo (pues no le hayan sentido a un libro que no enseñe nada), también el mercado tiene gran variedad de opciones accesibles. Igual ocurrirá para quienes deseen ambas experiencias. Todo eso es verdad.

Pero también es verdad que en la literatura moderna la posibilidad de hallarse de frente a un fiasco es enorme. ¿Cuántas veces no hemos despotricado contra un libro por el cual hemos pagado un buen poco dinero y en el que hemos invertido tantas horas para que al final nos decepcione por muchos motivos? Es frustrante, demoledor y sólo puede provocar mal humor en vez de "regocijo del alma" (o como quieran llamar a la satisfacción del lector).

Creo que en esos momentos la medicina ideal es recurrir a los clásicos. Aligeran el alma, crean sensaciones placenteras (o sea, que de seguro liberan endorfinas) y apaciguan el espíritu. Te dejan con energías para regresar a la literatura moderna y volver a arriesgarte. ¿Por qué será? No lo sé con certeza, aunque yo tengo mis propias teorías, que quizá no coincidan con las de los académicos.

En primer lugar, los clásicos (para mí) han sabido conquistar la perfección del lenguaje. Esto es vital, aunque parezca mentira. Una palabra cultivada, bien desarrollada, satisface el íntimo deseo de alimentación estética que el cerebro humano necesita para estimularse. No es broma. Ya se sabe que la corteza orbitofrontal del cerebro, donde vive nuestro pensamiento consciente y donde se originan nuestras mejores ideas, es estimulado por la belleza de manera eficaz e inmediata. Esta belleza puede provenir de una persona hermosa, de una obra de arte pictórico, de una pieza musical maravillosa, o de una composición armoniosa. Y aquí es donde la belleza del lenguaje bien estructurado, bien desarrollado, cumple su función primitiva de satisfacer nuestra íntima necesidad de lo bello, aunque no nos sea consciente. Los clásicos cumplen en primer lugar con esa función. Examínenlos. Véanlos. Se darán cuenta de que su lenguaje suele ser impecable, sea por lo hermoso o sea por lo claro, o sea por lo directo, o sea por lo estructurado.

Luego, los clásicos desarrollan las historias universales que nos subyugan siempre de manera tal que perviven en nuestra memoria y sacuden nuestros sentidos. Cada vez que los lees, sientes lo mismo. Y no es de extrañar que el nuevo lector vuelva a sentir con ellos lo que miles de lectores sintieron en el pasado. Y perviven en el tiempo y se extiende esa influencia en el futuro. Por eso son clásicos, digo yo. Son auténticamente universales, en la medida en que son capaces de canalizar pensamientos de tantos y tantos seres humanos, distanciados en el tiempo y en el espacio, y saber hacerlos sentir identificados igualmente.

El placer de leer un clásico es asegurado. Por eso calma nuestro espíritu y nos alienta. Por eso es útil leerlos de vez en cuando, o releerlos quizá. Y de hecho, nos sirve de baremo, pues con base en ellos podemos distinguir, inconscientemente, cuáles libros de la modernidad serán los nuevos clásicos, cuáles pasarán sin pena ni gloria, y cuáles simplemente no pueden ser llamados literatura.

14 de julio de 2011

Sobre el cuento

Leí un interesantísimo artículo sobre la situación del cuento latinoamericano que me hizo pensar en diversas cosas. En dicho artículo, "Q.E.P.D el cuento hispanoamericano, 1", Gustavo Faverón Patriau, escritor y crítico literario, reflexiona sobre la deplorable situación en declive del género del cuento en las letras hispanas. Este declive, que no coincide con la riqueza histórica y cultural de los cuentistas hispanoamericanos del pasado, entre los que se cuentan escritores clásicos de las letras latinoamericanas como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo o Julio Cortázar, por mencionar sólo algunos, no parece detenerse y son cada vez menos los libros de cuentos que son promocionados y vendidos en gran escala en nuestras librerías.

El articulista parece atribuir en gran parte este declive a la excesiva comercialización de la literatura, en la que las casas editoriales sólo prestan su atención y su dinero a aquellas obras que vayan a generarles una retribución rápida y abundante, las cuales suelen ser las novelas "sencillas" que el público lector masivo acostumbra devorar. Dado que este es su único interés, presionan a los autores para entregar sólo este tipo de obras, y ellos, muy complacientes pues también "sólo les interesa el beneficio comercial", sacrifican los desarrollos complejos en sus novelas y la innovación en cuentos para entregar productos de fácil consumo y rápido posicionamiento en las listas de ventas.

Es evidente que el artículo rezuma amargura y nostalgia por un pasado espléndido que se pierde rápidamente. De hecho, pienso que lleva mucha razón cuando enfoca su atención en la actitud mercantilista de las editoriales, entre las que se cuentan principalmente los grandes grupos editoriales. Su voracidad es indiscutible, sus exigencias de rentabilidad inmediata y abundante son muchas veces irracionales, y en el camino quedan muchas obras que sólo necesitaban tiempo para ser apreciadas y digeridas por los lectores. Es triste ver cómo se acumulan las novedades en las mesas de las grandes superficies, para ver que el mes siguiente han sido renovadas por completo, sin que se le haya dado tiempo a las obras implicadas a calar en un público lector cuyo ritmo de lectura no ha variado con el tiempo ni se ha terminado de ajustar al ritmo febril de las publicaciones mercantilistas de los grupos editoriales. Es como si no pudiesen entender que los lectores no van a comprar más libros sólo porque haya más libros en la mesa ni van a renovar sus lecturas mes a mes o semana a semana sólo porque hay novedades semana a semana. Los lectores seguimos leyendo al ritmo de antaño: necesitamos tiempo para digerir una buena lectura, para apreciarla, para recomendarla. No se trata de novedades, se trata de tiempo.

Desafortunadamente, en ese ritmo, los cuentos se pierden. Alguien diría: pero sin son más cortos, ¿por qué no son más populares? ¿No que los lectores de hoy son más perezosos? Sí, parece contradictorio, pero no. El lector masivo (el que no es estrictamente un lector de afición, sino el que se deja llevar exclusivamente por las modas) suele preferir historia largas que lo enganchen en seguida, en las que pueda identificarse con algún personaje cliché. Un cuento es demasiado corto para sus ansias devoradoras, y tener que cambiar de historias y de personajes, y de situaciones no es lo que más le agrada, pues le representa excesivo esfuerzo. Por eso las colecciones de cuentos no suelen estar entre los best sellers del año. O por lo menos, esta ha de ser una de tantas razones.

Sin embargo, y apartándome un poco de las reflexiones del señor Faverón, también me pregunto si no habrá un error de perspectiva adicional a la hora de juzgar los cuentos, no sólo de parte de un crítico nostálgico como él (que parece sólo pensar en la literatura latinoamericana de hace más de veinte años) sino también de parte de los mismos editores. ¿Será acaso que la temática y el planteamiento de los cuentos de hoy en día no han variado, como sí lo han hecho las novelas? No puede ser posible que sólo haya literatura de rápido consumo en nuestros días. Es absurdo y va contra toda probabilidad estadística que de todas las novelas que se publican año a año no se hayan escrito ya las nuevas obras maestras que marcarán tendencia en décadas por venir. De hecho, estoy segura de que entre tanto best seller facilón hay ya en nuestras manos auténticas obras literarias de gran valor que serán aún mejor apreciadas por los críticos y los académicos dentro de unos treinta años (como suele suceder). También estoy segura de que esas novelas de gran valor son diferentes en planteamiento, estructuración y temática a las grandes novelas del siglo XX que tanta iluminación dieron a las letras castellanas. Sí, diferentes. Se adaptaron.

¿Pasó lo mismo con el cuento? Me temo que no y que allí esté parte de nuestro error. No se trata sólo de motivaciones mercantilistas (que sin duda existen, sí, sí), sino también de una falta de modernización del cuento hispanoamericano. Se admira el señor Faverón de que en Brasil el cuento y la poesía gozan de tanta popularidad y prosperidad como la novela. Y se pregunta por qué. Él no sabe la razón ni yo la sé, pero me pregunto ahora: ¿será que los cuentistas brasileños han adaptado sus relatos a nuevas tendencias, nuevos pensamientos, nuevas reflexiones, por muy admirables que fueran los cuentos del pasado? ¿Será que los editores brasileños son más conscientes de este hecho y así lo exigen y lo esperan de sus autores? ¿Será que el público lector (y no sólo el masivo de consumo fácil) en Brasil encuentra verdadero deleite artístico (y también comercial) en las colecciones de cuentos que se publican en su país?

¿Podremos saberlo? Pienso que la respuesta a esta pregunta es importante. No puedo creer que las editoriales brasileñas no tengan el mismo deseo de rentabilidad que las editoriales hispanas, ni que vean en la publicación un negocio. Estoy segura de que en las decisiones editoriales brasileñas pesa también lo suyo la perspectiva comercial. Entonces, ¿qué tiene el cuento brasileño que no tienen los cuentos hispanos? ¿Tan diferente es el brasileño promedio del resto de sus vecinos? No parece posible...

¿Parte del problema estará en el interior del género? ¿Será que también precisa desprenderse de la nostalgia de un pasado maravilloso pero ya pasado y lanzarse a un futuro nuevo, innovador, atrevido?

Es una pregunta que me hago. Veo que en mi país hay una creciente y vigorosa tendencia a la publicación de colecciones de cuentos, tanto de un sólo autor como de varios autores. En estos últimos años hemos visto una publicación sostenida de esta clase de colecciones. Claro que la mayoría proviene primordialmente de editoriales estatales y universitarias. Sin embargo, algunas editoriales más pequeñas, privadas, también están apostando a la colección de cuentos. Quizá es que Costa Rica siempre se ha caracterizado por una presencia abundante de este tipo de género. O quizá es que todavía no hay un mercado realmente vigoroso en la literatura, y estas colecciones se venden poco, como se venden poco las novelas ticas y los poemarios ticos, quién sabe. Pero creo que es momento de fijarse en qué estamos escribiendo, qué estamos editando, no sea que el cuento costarricense también se vaya diluyendo junto con el resto del cuento hispanoamericano...

9 de julio de 2011

Autocrítica

Hace unas semanas estaba mirando un programa de televisión de contenido ligero mientras me tomaba un café. El programa es una especie de "reality" en el que un grupo de jóvenes compiten entre sí para ganarse un premio final consistente en una cantidad importante de dinero y un auto nuevo. Hay dos tipos de competencia: una es deportiva, física, en la que se dividen en dos equipos y se enfrentan a diversas pruebas, y la otra competencia es artística, específicamente de canto. En esta última los concursantes compiten de manera individual y se enfrentan a un jurado compuesto de personalidades relacionadas con el mundo de la música popular, el espectáculo y el arte de la interpretación musical en general. A esta última estaba prestando mi atención con relativo interés y porque una de las chicas que mejor lo hacen acababa de interpretar una canción de un intérprete famoso. El jurado la estaba calificando con notas bajas y la chica estaba muy contrariada. Al proseguir la competencia y cuando otra concursante también recibió sus calificaciones (bajas), las cámaras se fijaron en la primera joven y de inmediato el conductor resaltó que estaba llorando. Por supuesto, como estos programas suelen ser sensacionalistas, el conductor se dirigió a la joven y le preguntó qué le pasaba.

La chica más o menos se quejó así: "He trabajado muy duro, he ensayado y ensayado, y sigo trabajando y cuando creo que lo he hecho bien, y pensaba que lo había hecho bien, resulta que aún no lo consigo". Insistió en que no criticaba a los jueces, pero se sentía desolada porque sus esfuerzos parecían hechos en vano. Yo pensé que podía entenderla. Muchas veces nos enfrentamos a periodos de nuestra vida en la que pese a nuestro intenso trabajo y todos nuestros esfuerzos, los resultados no parecen coincidir y la frustración es el sentimiento predominante.

Los jueces tomaron la palabra y le explicaron por qué la habían juzgado tan bajo. Tenían sus razones y muy bien fundamentadas. Sí, la chica había querido interpretar una canción difícil con escasa experiencia y menos dominio. A ella podía parecerle bien, pero ellos habían notado muchas fallas. Hasta aquí sus argumentaciones me parecían interesantes, pero todo el asunto no pasaba de ser anecdótico, hasta que el último juez tomó la palabra y le dijo algo así como: "Debes desarrollar tu sentido de autocrítica. Mirarte a ti misma sin pasión, con visión fría, y saber detectar dónde están tus errores y cómo puedes enmendarlos. Hay mucha gente en torno a ti, pero muchos de ellos son aduladores, otros son ignorantes y otros sólo tienen buena intención. No escuches a ninguno, pues ninguno de ellos te dirá lo que necesitas saber para hacer las cosas bien."

Autocrítica.

Cuánta razón, pensé, tiene y qué obvio resulta, pero qué fácil es olvidarlo, en especial cuando estás dedicada a la creación y al arte y tantas variables dependen de meras subjetividades. La chica había dejado de llorar y miraba al juez. No supe entonces si le estaba entendiendo, quizá sí (pues las siguientes canciones que interpretó estuvieron mucho mejor realizadas), o quizá no. Pero creo que yo interioricé esas palabras como si fuesen dirigidas a mí y pensé entonces en cuánta autocrítica estaba realizando de mí misma.

La autocrítica no es la autocompasión. No es decir: "soy tan malo, tan malo, no sirvo para esto". No importa cuántas veces tu relato resulte perdedor en el certamen de turno, o cuántos lectores sinceros te digan que tu novela no es lo suficientemente convincente. No dirás con pucheros: "soy un perdedor". No se trata de eso. No se trata de llamar al consuelo fácil y derramar lágrimas de pura compasión por ti mismo, que así no arreglas nada ni te mejoras ni llegas a ningún puerto. La autocompasión es engañosa. Parece autocrítica, pero no lo es. Parece que de verdad eres duro contigo mismo y estás midiendo tu capacidad con vara de hierro. No es así. La autocompasión es un truco del ego para obviar los errores,para evitar buscar las soluciones.

La autocrítica no es tampoco el autoengaño. No puedes echarle la culpa a las circunstancias. O a los jueces de turno, o a la elección del género literario. No sirve de nada decir: "Es que el jurado busca un valor comercial y mi obra es arte puro" Esas son simples excusas con lo que obvias lo importante y evades tu responsabilidad. De nada sirve tampoco echar la culpa al mercado (Ah, es que ahora lo que vende son historias de zombies y como yo escribí una historia de naves espaciales, por eso no se vendió mi libro, o no se publicó, o no ganó el concurso). Olvídate de ser un genio incomprendido. Si acaso quien se niega a comprender eres tú mismo. Y te encierras en tu torre y "nadie te comprende". No creo que haya peor recurso que acudir a los amigos complacientes (aduladores) o a los que no saben nada de tu arte (ignorantes) o a los que sabes que te aman tanto que sólo te dicen cosas buenas de ti (bienintencionados). Eso es practicar el autoengaño a niveles ya estructurados.

Nada de eso te llevará a ser un escritor de verdad, un buen escritor. Nada de eso te llevará a ser un buen artista, en ningún campo.

La autocrítica será, como bien dijo ese juez, una mirada a lo que haces desde una posición fría, analítica. Sin pasiones ni emoción. Sin arrebatos ni cóleras. Sin tristezas ni frustración. Analítica. Hay que convertirse en juez imparcial y honesto. Mirar lo que hiciste o lo que haces y realmente preguntarte: ¿Está bien?

¿Está bien estructurado?
¿Bien narrado?
¿Me creo este personaje?
¿Me creo esta situación?
¿Es un final coherente?
¿Acaso este hecho puede devenir de este otro?
¿Vale la pena esta historia?
(¿O este poema... o esta canción...?)

Si respondes con muchas negativas, quizá sea el momento de olvidarte de esta pieza y dedicarte a otra. Si acaso sabes responder de manera positiva a la mayoría, enfócate en lo que descubriste errado y prepárate para enmendarlo, con firmeza, con valentía. ¿Este personaje es un bodrio? Elíminalo. ¡No está vivo, por favor! Nadie te enviará a la cárcel por eso. ¿Este capítulo está enrevesado? ¡Reescríbelo, pero desde el principio! Atrévete a ser autocrítico, sin apasionamientos ni emociones, sino como un auténtico juez de lo bueno y lo malo en el arte.

Todo esto he pensado en estas semanas y he mirado en mi trabajo y en mis esfuerzos y he vuelto a considerar mis obras con frialdad. Ese día, ese juez también me hablaba a mí. ;)