El otro día leí, no sé en dónde (creo que en un periódico), que Google ha acelerado el tiempo en que tarda en proporcionar el resultado de una búsqueda. Algo así como que en vez de no sé cuantos milisegundos de tiempo que tardaba antes, ahora es aún más veloz (menos milisegundos). Se demora más en parpadear que en recibir el resultado de lo que está buscando. Claro que esto debe verse en contexto, porque si tienes una computadora que se toma su tiempo para todo y tu conexión a Internet es de tercera categoría, no te darás cuenta de si Google acelera sus tiempos de respuesta o no. Pero salvando esas distancias, en realidad ya se puede uno dar cuenta de que sí, en efecto, no has terminado de digitar tus palabras claves cuando ya tienes el resultado frente a ti.
¿Y por qué este interés de Google por acelerar sus tiempos de respuesta? Pues por lo obvio: por el interés de sus usuarios. Resulta que si una página tarda unos milisegundos demás en descargarse, el usuario se aburre y cambia de página. Así: milisegundos. ¿Tan impacientes estamos hechos?
Pues parece que sí. La pizza te la entregan más rápido hoy que antes, igual las hamburguesas. Las llamadas a larga distancia ya desaparecieron porque fueron sustituidas por Skype y otros métodos más veloces, más instantáneos. Si antes tenías que esperar tres o cuatro semanas para recibir un paquete que te viene de otro país, ahora solo esperas unos cuantos días. Si antes tenías que esperar uno o dos años para ver avanzar la tecnología, ahora solo tienes que dejar pasar un par de meses o menos para tener en tus manos el último avance. Y así sucesivamente.
¿Nos estaremos perdiendo de algo? Hace una semana, el escritor Teo Palacios apuntó en su blog que la impaciencia también está atacando la literatura. Si es así, sí que nos estamos perdiendo de algo. Pero, ¿qué? Alguien diría: ¿calidad? ¿tiempo de vida? ¿capacidad de disfrute?
En el caso del arte, y en particular de la literatura, yo diría que la impaciencia sí produce efectos negativos. Desde el punto de vista del lector, por ejemplo, es común que ahora muchos se desesperen si no matan a alguien en la primera página de la novela, o si el cuento no arranca con una catástrofe o si el poema es demasiado largo. Se dice que si la novela no arranca con acción, el lector la abandonará irremediablemente. Si el cuento no está lleno de pequeños suspensos, será también dejado de lado. Si el poema no es sorprendente o maneja imágenes chocantes, también será ignorado. ¿Qué efecto tiene esta actitud? Pues que los escritores se preocupen más por llenar de acciones y desastres las páginas de sus libros que la de construir una historia con significados profundos y bellezas formales. O sea, que la literatura se degrada.
Desde el punto de vista del escritor, por otro lado, la impaciencia es tan intensa que no más ha terminado de escribir, ya está desesperado por publicar. La revisión es apenas un maquillaje y la publicación debe ser completada en pocas semanas. Si cualquier editorial rechaza la obra por X razón, entonces se lanza a la autopublicación y comienza su próxima obra, que deberá ser completada en el marco de otras pocas semanas. ¿Documentación? Mínima o nula. ¿Preocupación por aspectos formales? ¿Qué es eso? ¿Desarrollo de personajes, ritmo de argumento coherente? Nada de eso. Y de nuevo sale de sus manos una obra a medio escribir y a medio revisar. ¿Cuál es el resultado? La literatura se degrada.
La paciencia es una virtud por muy buenas razones. Permite desarrollar las habilidades de manera integral, hace que se resalten los errores y se corrijan de la manera apropiada en el momento justo. Permite también que se piensen las acciones con suficiente antelación y se sepa prever los nuevos errores que pueden producirse después. Ayuda a desarrollar el disfrute por el paisaje, a no preocuparse tan solo por el destino, lo que convierte al viaje artístico en un auténtico fin en sí mismo. Tanto para el lector, como para el escritor, la paciencia abre espacios de disfrute, de reflexión, de enriquecimiento y por tanto, de crecimiento personal y social. Con el cultivo de esta virtud, sabemos diferenciar también la obra maestra del bodrio mediocre, sabemos aprovechar para nuestro enriquecimiento personal todas las virtudes de lo que está bien hecho y podemos descartar todo el material que no nos aporta ni diversión, ni paz, ni reflexión, ni catarsis.
Y no digo que una obra bien hecha sea una obra aburrida, ojo. Digo que es una obra escrita con paciencia y leída con paciencia, aunque sea una historia de acción y suspenso. Porque entre una buena obra de acción y una mala obra de acción, las diferencias también se notan.
Escribir con paciencia implica regresar sobre lo escrito, pensarlo, quizá volverlo a escribir. Implica masticar las ideas con detenimiento, observar si hay incoherencias o palabras mal dispuestas. Saber si un personaje o una situación son plausibles o ridículas. Si el final es consecuente con el desarrollo, si el título tiene sentido. Es también saber aprovechar una documentación realizada con seriedad. No importa si lo que se escribe es una historia romántica, una novela negra, un drama de la vida real o una aventura espacial. No importa si la acción transcurre en Hong Kong y en Tokio, o si sucede en la Tierra Media. No importa si es corta o si es larga, si tiene muchos personajes o solo uno. Lo que importa es que se la escribe con la calma que produce excelencia y que se la lee con la tranquilidad que proporciona un auténtico disfrute.
La paciencia es una virtud, pero no parece que muchos quieran practicarla hoy en día. Yo creo que ya va siendo hora de recordarla...