14 de enero de 2019

Editar, corregir y volver a editar...

En estos días, me he dado a la tarea de editar una de las novelas que están en preparación para ser publicadas este semestre. No es faena sencilla. Estás frente a un texto ya terminado, con sus rasgos y defectos desplegados frente a tus ojos y necesitas darle una forma final que sea satisfactoria para tu arte. Al mismo tiempo, debes considerar aspectos puramente prosaicos, como el número de palabras y el tamaño del texto al final, porque a la hora de publicar, no se trata de tirar cualquier armatoste que resulte, sino de una obra bien integrada, bien cohesionada, que valga la pena cada minuto de lectura.

A veces me he preguntado si no será más fácil la primera parte, la creación. Y luego me doy cuenta de que en el proceso de edición, el aporte creativo es esencial. No se trata solo de corregir una coma mal puesta o de aliviar la reiteración de adjetivos similares (que también), sino incluso de rearmar escenas completas, ajustar capítulos porque no encajan en la historia o en el comportamiento esperable de alguno de los personajes. Se trata de seguir creando y, al mismo tiempo, de estar atento a los detalles formales que pueden convertir la novela en una estupenda aventura o en un fracaso sonado.

¿No es verdad que, de todas formas, eso ha de hacer uno con cada proyecto de su vida? Si es de plantearse preparar una cena especial u organizar una fiesta para un amigo, ¿no hay que aplicar la inventiva, repasar los resultados, afinar los detalles, asegurarse de que todo lo que se imaginó está bien orquestado, que no falta nada para el gran momento? Pues lo mismo siento cuando me enfrento a esta etapa editora. Un párrafo, un capítulo, incluso un personaje, que en su momento me pareció genial, que estaba ¡tan bien logrado!, de pronto... desastre: no encaja.

Y eso sin contar la rebeldía de la historia.

Hace unos días, en el grupo de Facebook de El escritor emprendedor, uno de los escritores comentaba que tenía problemas con sus personajes porque de pronto parecían querer hacer o decir cosas que no calzaban con su plan original de la novela. Los otros le dijeron que era una buena señal, pues es sabido que los personajes deben sentirse reales, deben ser personas, para poder captar la atención del lector y llevarlo al interior del mundo novelado, pero otros le advirtieron que tuviera cuidado, pues aquello podía ser la señal de que no había planeado bien la historia.

Yo me pregunté: ¿y si simplemente es que el propio escritor cambió y lo que le parecía adecuado, ya no se lo parece? ¿Que lo había pensado como lógico, como sorprendente, como sensato, de pronto le ha parecido fuera de lugar?

A mí me ocurre con la edición. He llegado a cambiar escenas completas, a eliminar personajes completos, a variar el tono con que se dirigen entre sí. No soy la misma ahora que cuando los escribí por primera vez: muchas ideas nuevas afloraron en mí, quizá por mis nuevas lecturas, mis nuevos conocimientos o por mis nuevas experiencias. Quizá porque sí. El caso es que en momentos en que reviso, en que miro mi propia novela con ojos de lectora y no de escritora, me doy cuenta de que el proceso es aún más retorcido que cuando la inventé por primera vez y que puede ser inmensamente agotador.

Pero también, ¿por qué no?, desafiante.

Un proceso de nunca acabar. Y, sin embargo, con fecha de expiración, porque si uno continúa y continúa corrigiendo y editando, ¡jamás terminaría! 

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