16 de octubre de 2009

Nostalgias de un inicio...

Leyendo una entrada muy interesante sobre la longitud de las obras narrativas en Rescepto Indablog, me puse a pensar cuál era mi relación íntima con la escritura -si era con el cuento o con la novela-, lo cual me llevó a un viaje nostálgico hacia el pasado que resultó ser muy agradable. Hacia mis inicios... Y me hizo descubrir que mis primeros amores estaban con algo parecido a un "comic" o historietas, derivadas de una representación teatral espontánea.

Parece enredado. No lo es, pues se desarrolló a lo largo del tiempo, pero bien mirado debo reconocer que sí tuve una "iniciación" enredada.

Era una lectora compulsiva, y sigo siéndolo. Eso es un hecho. Todo cuento, novela o ensayo que pasara por la reducida biblioteca de mi casa cayó en mis manos en algún momeno de mi infancia o adolescencia, sin remedio. En los felices tiempos en que tenía cinco añitos y ya había conquistado los fascinantes territorios de la lectura recreativa, me abocaba a las famosas colecciones de cuentos clásicos con ilustraciones. Éstas eran muy agradables y las disfrutaba, y nunca me distrajeron del disfrute de la lectura en sí misma. Blanca Nieves, La Cenicienta, La Bella Durmiente, Caperucita Roja se unieron a Los Tres Cerditos, El Flautista de Hamelin, Rapunzel y otros muchos típicos cuentos con animales que hablaban, brujas malvadas, hermosas princesas y campesinos ingeniosos. Más tarde continuaría mi camino por los libros sin ilustraciones, pero en ese tiempo estos primeros libros ilustrados fueron mi delicia.

¿Influyeron en mi escritura temprana? No. Lo hicieron en mis dibujos, claro, pues dibujaba "princesas" para todo (las cuales eran todas, sospechosamente, niñas). Así pasé mi infancia hasta llegar a la edad más madura de los 10 años.

Ah, es que una a los 10 años es una chica grande. Jugaba con dos amigas de contarnos historias. Pero no lo hacíamos a la luz del fuego (¡mi madre jamás lo habría permitido!) ni eran simplemente narradas. No. En cada relato hacíamos las veces de juglares, sin saberlo, representando a cada personaje, haciendo sus movimientos, sus enfrentamientos y sus aventuras. Éstas eran bastante sentimentales, pues las fabricábamos basándonos en nuestros grupos musicales de moda y nuestros primeros "ídolos" juveniles (creo que fue Parchís- ¿los recuerdan?). El despliegue teatral fue estupendo, pasábamos horas enteras en ese juego y aún yo lo continuaba en mi casa con mi pobre hermanita (tres años menor que yo), quien debió sufrir mis propias nuevas aventuras. Con ella la historia era diferente, pues a mi hermana los ídolos juveniles le tenían sin cuidado (con siete años no les ves la gracia), así que recurrí al bagaje de cuentos clásicos y comencé a narrarle historias de aventuras de chicos y chicas enfrentados a toda clase de situaciones naturales y sobrenaturales. Era tan divertido que decidí estamparlas en el papel y así nacieron mis primeras historietas, con personajes dibujados que hablaban por medio de viñetas.

¡Qué tiempos aquéllos! Realmente crear era puro placer sin mayores objetivos. Los relatos nacían y morían con espontaneidad alegre y yo fraguaba aventura tras aventura en pequeños cuadernos de treinta hojas que se acababan muy rápido. Después de un tiempo, los dibujos comenzaron a estorbarme. Cada vez más escribía diálogos de un tirón y sólo hacía un dibujo para ilustrarlos. Y fue en ese tiempo cuando conocí a Hans Christian Andersen y sus maravillosos cuentos en versión íntegra sin ilustraciones. También, fue la época de leer las aventuras de internados y chicos exploradores de Enid Blyton y las de Puck. Tenían ilustraciones, muy pocas, pero eran auténticas novelitas infantiles.

Con Andersen y las autoras juveniles, terminé por desechar las ilustraciones e inicié mi carrera hacia el relato. Me dije: "No es tan difícil" (recuerden que tenía sólo unos 11 años para entonces), "sólo tengo que contar que Fulano fue a tal lado, que se encontró con Sutano y que le dijo X". Copié el formato de diálogo, con los guiones y los verbos "exclamar", "inquirir" y otros, cuyos oscuros significados descubrí en el diccionario (era muy importante) y me lancé (¡vaya valentía!) a escribir mi primera novela. Sí, novela. Larga y todo. En serie, como las de Enid Blyton. Se llamaba Colegiales (¿notan la influencia?). Creo que llegué a acabar dos de los cinco tomos previstos (tenía mucho optimismo) durante los primeros años de secundaria.

Nunca vio la luz, por supuesto, ni la verá. Es un pasaje de mi vida, leído sólo por mi hermana (mi víctima natural) y mi mejor amiga de la secundaria. Ya se perdió físicamente y apenas tengo memoria de algunas de las aventuras que inventé. ¡Pero cómo permanece en mi corazón, con cuánto cariño! Me evoca el enorme placer que era escribir, simplemente escribir, contar lo que lleva tu cabeza en el interior y dejarlo salir. No había preocupaciones de revisión técnica, de publicaciones o mercado editorial. Eso es cosa de adultos. En aquel entonces, la literatura era mi juego y mi ensoñación, vivida intensamente como sólo los niños saben vivir lo bueno que tiene la vida... :)

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