25 de febrero de 2015

Culto a lo corto, amor a lo largo

Últimamente he escuchado y leído, de parte de muchos académicos y críticos, discursos más o menos contundentes en relación con la extensión de los escritos literarios. Estos deben ser, según ellos, sintéticos, es decir, deben saber condensar en pocas palabras la sabiduría entera de su propuesta literaria.

O sea, que las mejores novelas, por ejemplo, son las que no se extienden más allá de unas 200 páginas; eso, considerando que toda novela, para serlo, debe presentar una mayor extensión que un cuento. Y en cuanto a éste último, por supuesto, los más “brillantes” son aquellos que no pasan de una página, pero si tienen más de 14 o 15 son aceptables, aunque no “brillantes”.

Síntesis, dicen, síntesis ante todo. Poca paja, mucha condensación de ideas. No hay que gastarse el tiempo en descripciones abigarradas e innecesarias, ni tampoco en diálogos extensos o repletos de detalles “que no vienen al caso”. Hay que ir al punto, contar el meollo y saber decirlo “con estilo”.

Dado este punto de vista, no es de extrañar que el mundo académico desprecie con tanta intensidad la enorme cantidad y variedad de sagas y megasagas literarias que inundan el mercado y que se constituyen en tremendos best-sellers aquí y allá. Porque eso es notable en los libros más vendidos y buscados de la actualidad: no son solo novelas extensas, muchas veces tienen continuaciones y segundas y terceras partes que no parecen terminar nunca. La Rueda del Tiempo, de Rober Jordan y Brandon Sanderson, por ejemplo, terminó con 15 o 16 volúmenes (en inglés) y Canción de Hielo y Fuego, de George R.R. Martin, aunque apenas va por el quinto volumen, en realidad, como son tan inmensos, se podría partir en dos cada uno de los volúmenes 3, 4 y 5 y tendríamos ya ocho volúmenes bien nutridos. Eso, sin contar la gran cantidad de trilogías y tetralogías ya establecidas y consolidadas o que están apenas consolidándose.

En nuestra academia, por tanto, se precia como “brillante” lo sintético. En el mercado librero, al parecer se prefiere el desarrollo, cuanto más extenso, mejor. Ah, dicen nuestros connotados críticos y estudiosos, eso es porque son libros tan malos, tan mediocres, que necesitan mucha paja para mantenerse funcionando, no como los libros geniales que en pocos párrafos son capaces de contar historias maravillosas. Sin embargo, no parece que tal opinión cale ni mucho ni poco en el mercado editorial importante.

¿Qué pensar? Yo diría, como cualquier equilibrista, que la extensión no determina la calidad de antemano y que el hecho de que una historia sea contada en pocas o muchas palabras solo depende de la historia misma y del estilo de su autor. Sin embargo, es tan insistente la reiteración sobre este tema, que me parece casi obligatorio recordarlo.

Grandes obras de la literatura universal, amadas y alabadas por esos mismos críticos son cualquier cosa menos cortitas: Don Quijote, La Regenta, Guerra y paz, Historia de dos ciudades, Anna Karenina, Los Miserables, En busca del tiempo perdido, Ulises, etc., todas son obras monumentales, con cientos y cientos y cientos de páginas.

Ah, es que son viejas. Era el estilo, la época, dicen. ¿De veras? ¿Para desarrollar tanta maravilla con tantas palabras es preciso haber nacido hace más de 100 años? ¿Por qué? ¿La calidad depende de la época, no del autor o de su texto? ¿Desde cuándo? Después de todo, de la misma época que el Ulises de Joyce tenemos La Metamorfosis, de Kafka, y uno es extenso mientras el otro es corto. Y ambos son maravillosos. O eso dicen los críticos.

Culto a la síntesis. ¿De veras? ¿Es preciso contar rápidamente en dos líneas todo el diálogo entre don Quijote y Sancho Panza para captar la sabiduría desplegada por el autor? ¿Es mejor Monterroso que Cervantes? (¿o son solo diferentes?).

No sé. Tengo la impresión de que exigir tanto resumen puede ser un asunto de economía o de pereza, pero no de calidad. Si vas a contar una historia corta, te saldrá corta. Tu arte será saber contarla para que quede impresa en el alma del lector. Y si vas a contar una historia larga, te saldrá larga, por mucho que cortes aquí y edites allá. Y tu arte solo dependerá de cómo impacte al lector.

No más.

Por otro lado… ¿acaso es preciso, de verdad-de verdad, desarrollar una saga larguísima e interminable de un único personaje viajando por todo el mundo para perpetuar tu memoria en el mundo de las letras? ¿No será que existe el temor de no poder desarrollar otra historia, en otro mundo, con otros personajes? (OJO: no me refiero aquí a las distintas historias generadas en un mismo universo, sino a esas historias únicas que parecen requerir de tomos de 500 páginas o más, uno detrás de otro, para poder ser contadas). De veras: no todo lo que se quiere contar de un personaje le va a importar en absoluto a los lectores. Ni cambiará su forma de pensar sobre él.

Ya basta de exigir y alabar síntesis tras síntesis. O de creer que para escribir una buena historia hay que escribir una larguísima saga de 17 libros. Estas disquisiciones son tan molestas como distractoras.

De veras.

19 de febrero de 2015

¿Qué es un buen libro?

¿Han notado la frecuencia con que enconadas discusiones en torno al best-seller de moda suelen presentarse cada cierto tiempo? No más tenemos una nueva novela erótica, un thriller oscuro, una novela paranormal o de terror, o cualquier libro dramático con una sentida historia personal de superación o una envolvente historia de amor, surgen las batallas verbales en torno a su calidad y (supuesta) mala o buena influencia. Algunas veces parece que va a correr sangre, incluso.

Confieso que me he llegado a involucrar yo también, en especial cuando cae en el caldero de la discordia algún libro de mi especial afecto, pero, claro, ¿qué lector no siente que su vida está siendo injuriada de alguna forma cuando algún fulano se atreve a ultrajar el buen nombre de su libro o de su personaje favorito? Sin embargo, entiendo y soy consciente de que dicha derivación de un debate así es enteramente subjetivo.

El punto es que la calidad de un texto siempre entra en el terreno del debate. Sea que se trate de un best-seller de último momento o una oscura edición de un libro cuasidesconocido, la discusión en torno a su calidad puede tornarse agria o apasionada, pero casi nunca, o nunca, llega a resolverse. ¿Por qué?

La respuesta quizá se encuentra en otra pregunta. ¿Qué es, después de todo, un buen libro?

Algunos dirán que un buen libro es siempre uno que esté escrito de forma impecable y, obviamente en el caso de la literatura, de manera innovadora, sorprendente, especial. Que una novela o un cuento, mucho menos una poesía, sea escrita en la misma lengua formal y correcta de un informe técnico o de un artículo académico no parece agradar a quienes sostienen este criterio, pues un “buen libro” no puede igualarse con lo que cualquiera puede hacer en su campo.

Quizá.

Otros dirán que un buen libro es aquel que contiene un mensaje poderoso, sea de denuncia o de crítica social, política o filosófica, que logra transformar la vida entera de quien lo lee. En esta tendencia, quienes defienden la necesidad de contenidos potentes, prefieren que estén anclados en “la realidad”, que sean significativos para la vida cotidiana del lector o la de su sociedad, y que puedan exponerlo a temas "trascendentales". Un libro que contenga un fondo relativo a fantasías, sueños o placeres “no conectados” con una realidad crítica, no puede ser “bueno”.

Hum…

Otro sector asegura que un buen libro es aquel que no solo está bien escrito, sino que transmite un mensaje positivo, de superación y avance, tanto para el lector como persona, como para la sociedad como conjunto. Son libros, dicen, que funcionan como fuente de inspiración para el cambio, para la transformación de los pueblos, mediante la elaboración de modelos de conducta, o de sociedad, “ideales” o “deseables”. Un “buen libro”, alega este grupo, no debería contener ambigüedades morales ni apologías de la violencia o el odio que pudieran ejercer una “oscura” influencia en los lectores. Suelen ser, por cierto, quienes creen que la literatura es una actividad destinada especialmente al público infantil o juvenil.

Pues…

En la otra orilla, existe el grupo que cree que los buenos libros solo son aquellos que transgreden el orden social establecido, desenmascarando sus más crueles y macabras facetas, desnudando la podredumbre de una sociedad abocada a la destrucción. Un buen libro, para estos lectores, no puede contener frases “bonitas”, ni héroes “arquetípicos”, ni mucho menos, ¡por favor!, finales felices, porque en este mundo infecto no existen los finales felices. Aunque se parece mucho al sector que abogaba por un mensaje poderoso de denuncia o crítica social, en realidad, se vuelven más extremos, pues todo tema debería ser tratado, en un “auténtico buen libro”, desde su ángulo más mordaz, cínico y cruel, y será mostrado con toda la degradación de la que es capaz el ser humano. Naturalmente, para este sector, la literatura infantil y juvenil es apenas un esbozo literatura, porque la auténtica es la “adulta”, la “seria”, o sea, la de los “buenos libros” que ellos describen.

Ejem…

Existen quienes dividen los buenos y los malos libros por sus cifras de ventas. Y en este aspecto, encontramos dos grupos contrapuestos: el primero cree que un libro que se vende mucho es un buen libro, pues para ellos “tanta gente no puede estar equivocada”. Así, el hecho de que un libro sea tan gustado por miles o aun millones de personas indica que tiene la capacidad de transmitir un mensaje y comunicarse con el lector a niveles que “solo un buen libro” puede alcanzar. El segundo grupo cree exactamente lo contrario: desprecia profundamente el gusto del público mayoritario, por lo que considera que un libro que se vende mucho es necesariamente un libro malo. Para ellos, la “masa” es estúpida e ignorante, y tenderá siempre a comprar lo superficial y fácil, es decir, lo que el mercado le dicta, y a preferirlo sobre los auténticos “buenos” libros, los cuales siempre serán rechazados por la mayoría, para quien resultan demasiado “profundos”.

En fin.

Supongo que se habrán dado cuenta que varias de estas posiciones, que son solo algunas de las más comunes, tienen la capacidad indiscutible de provocar las más airadas discusiones, pues fácilmente dan pie a extremismos. Lo que ocurre es que suele dividirse entre “buenos” y “malos”, cuando lo más realista es que haya libros mediocres, libros buenos y libros, digamos, maravillosos o extraordinarios, que por ser extra-ordinarios no serán nada comunes y no pueden ni deben ser la medida con que se juzguen a los otros. De hecho, suelen ser considerados así mucho tiempo después de que han aparecido.

Aquí, entonces, hemos de considerar solo a los mediocres y a los buenos. Los malos… bueno, creo honestamente que los libros malos-malos pocas veces llegan a ser considerados tanto por el gran público como por el especializado, pues son tan incomprensibles, tan absurdos, están tan mal construidos, que casi todos los desechan y olvidan al instante. Hay muchos, pero pasan rápido, en especial en la era de Internet (y de la publicación instantánea y fácil).

En mi caso, y es solo mi opinión, un buen libro suele ser la suma y combinación de muchos rasgos distintos, contenidos en las diversas posiciones de quienes los juzgan. Por ejemplo, su escritura es ciertamente impecable, aun hermosa. No suele parecerse a un informe técnico o a un escrito académico, porque no es lo uno ni lo otro, pero si quisiera, podría imitarlos y hasta burlarse de ellos. El lenguaje literario, si algo tiene de llamativo, es que se inventa a sí mismo como quiere. Esto no significa que no pueda o no deba recurrir a las formas que quiera: puede usar un lenguaje soez al igual que uno formal, uno caballeresco y galante así como uno sensual y erótico, uno científico y también uno político o filosófico, pero siempre lo hará con deliberada intención, no por error o ignorancia. De alguna manera, todo lector exigente sabe cuándo un libro está plagado de errores e inconsistencias gramaticales y hasta lingüísticas, y cuándo un libro está jugando con el lenguaje. El primero es el primer indicio de un libro mediocre. El segundo promete.

Un buen libro, a su vez, tiene un contenido que resulta significativo para el lector. ¿Qué significa esto? Pues, que le representa un quiebre en su mundo, una nueva parada en su vida, de tal manera que se vuelve parte integrante de su visión de mundo, de su actitud hacia la vida y hacia los otros. En otras palabras, un buen libro se integra al lector, sea que éste quiera o no quiera permitirlo. No digo que le guste, ojo, porque puede que no, sino que sea significativo de algún modo personal, emotivo e intelectual. Claro que he notado que los buenos libros suelen gustar a la mayoría de los lectores, en especial cuando al paso del tiempo, éstos se dan cuenta de lo significativos que fueron para ellos después de todo.

¿Lo anterior significa que un buen libro debe, en efecto, contener una fuerte denuncia social, o un profundo análisis del mundo, o un realismo desbordante que lo lleve al impacto? No, por supuesto. Que un libro denuncie X situación o que platee filosofías más o menos profundas no significa que logre integrarse al lector. Un libro puede tratar todos esos temas y ser mediocre. Un libro puede no tratar ninguno de esos temas y ser un buen libro. No es el contenido específico el que lo hace relevante, sino la manera en logra conectar ese contenido con el lector, lo que sin embargo, tampoco significa que no tenga ningún contenido, ojo. Un libro que solo es alabado por su forma, pero nadie parece conectarse con su contenido, es un libro mediocre también.

Ahora bien, el contenido de un buen libro suele ser relevante, desde un punto de vista objetivo, lo que no significa que sea específicamente político, o sociológico, o que trate algún tema muy particular del tiempo en que se escribe. Cuidado con la devoción a los “realismos”: no deja de ser una especie de culto al monotema. Y ser monotemático no es típico de un buen libro, sino de uno mediocre.

En cuanto a las ventas, pues… ya eso depende de muchos factores externos al libro, como la capacidad del autor para lograr una buena promoción, o de la editorial para saber comunicar al público la existencia de un título X o Y. Dudo que un buen libro bien promocionado y ampliamente ofrecido no sea aceptado por un público mayoritario. No creo en la idea de la “masa estúpida e ignorante” y mucho menos en que un buen libro sea “incomprensible”. Siempre habrá lectores poco exigentes, eso es verdad, y algunos que carezcan de una adecuada formación general que les permita acceder a buenos libros con ciertas temáticas más complejas; sin embargo, sí creo que existe un apreciable número de lectores bien formados que pueden y saben acceder a esos buenos libros con temáticas más complejas, si estos les son ofrecidos de forma adecuada (o sea, si les dicen que existen. ¡Nadie puede leer un libro que no sabe que existe!).

Un buen libro no necesita, por otro lado, una temática espesa o compleja para ser bueno. La temática será todo lo compleja o sencilla que el libro precise, que su contenido en particular necesite. Este no tiene que referirse a un mundo adulto o a una problemática social o política X, ni tiene que ser “modelo” de conducta de nada ni transmitir moralejas, ni “desnudar” realidades crueles o podredumbres humanas varias. Puede, pero no es obligatorio para ser bueno. De hecho, puede ser infantil o juvenil, puede anclarse en un referente real específico o puede ser completamente fantasioso, puede abordar una pregunta filosófica o puede explorar posibilidades de todo tipo.

Un buen libro tampoco tiene que presentar una prosa o una lírica plagada de neologismos o construcciones “sorprendentes”. Pueden estar, pero no son necesarias, pues dependen del estilo particular del autor y de la manera en que el contenido se articula con la forma. En un buen libro, por cierto, fondo y forma se construyen sin forzarse, dependen el uno de la otra y viceversa, y logran proporcionar una imagen de unidad perfecta.

Un buen libro no tiene necesidad de hacer sufrir al lector. Puede, si quiere, si lo precisa, si lo busca, pero no es obligatorio. Es decir, si un libro en vez de hacer sufrir, deleita, complace, llena de alegría, no significa que sea “malo”, significa que es un buen libro que no quiso optar por el sufrimiento. Ahora bien, sufrir con un libro no significa que no se disfrute ese libro, porque en un buen libro el sufrimiento también es fuente de placer, (aunque suene masoquista). El punto importante aquí es que, sea que el libro lo haga a sufrir, sea que lo haga reír, sea que lo haga penar o que lo haga soñar, si es bueno, jamás será aburrido. Un libro aburrido, por muy filosófico que sea, es un libro mediocre: no sabe integrarse a la psique del lector. (A este respecto sí es significativo el número de lectores que entran en contacto con el libro. Si un buen número de lectores accedió al libro X y se sintió aburrido, es un fuerte indicio de que este libro es en realidad, mediocre; pero al contrario, si un buen número de lectores se sintió entretenido con el libro, no significa que el libro sea bueno, pues el entretenimiento es solo una parte del placer, no el placer entero).

En realidad, no es tan difícil hallar buenos libros. Son más numerosos de lo que muchos creen, y más variados, tal como es de variada nuestra compleja y contradictoria realidad humana. =)

P.D. Voy a colocar entre los libros "mediocres" y los libros "buenos" una categoría más: los libros "regulares". No son mediocres, porque en realidad están bien escritos y abordan una temática interesante, pero de alguna forma no logran dejar "huella" en el lector, más allá del entretenimiento casual. =)

10 de febrero de 2015

Sobre libros, literatura, PISA y mitos sobre la educación

El año pasado discurrí un rato sobre un tema que regresa cada cierto tiempo a la mesa de los debates públicos y privados por su importancia. No pocas observaciones obtuve entonces. Se trataba de por qué los chicos "no leen", de cómo su falta de lectura desemboca en adultos que tampoco leen, y de cómo todo era culpa del sistema educativo imperante en secundaria. Ya entonces barajé algunos supuestos, pero uno de los principales era que los libros que se destinaban a las listas de lectura de los colegios solían ser libros aburridos, no apropiados para la edad de los estudiantes ni para su contexto y la falta de costumbre de los mismos adultos (padres y profesores) en leer libros de literatura. En los comentarios algunos me señalaron que muchos profesores son dedicados y logran hacer leer a sus alumnos por puro placer, mientras otros indicaron que sí se puede inculcar el amor por los clásicos si éstos son adaptados a la realidad lingüística e histórica de los alumnos de secundaria.

En fin, que el tema tenía tela que cortar.

Pensé entonces que el problema es más complejo de lo que parece, pues no creo que se resuelva con solo recomendar lecturas "divertidas". Inculcar el amor por la literatura depende de circunstancias que no siempre se dan: no siempre ambos padres se involucran con los placeres literarios de sus hijos desde edades tempranas; no siempre los hijos nacen con una tendencia natural hacia la lectura por placer; no siempre que un profesor de literatura idea maneras ingeniosas de inculcar la lectura por placer en sus estudiantes logra formar lectores; etc. Y aun cuando adaptáramos las obras clásicas al nivel lingüístico y coyuntural de los estudiantes, no dejarían de ser obras "aburridas" para ellos, pues por mucho que les adaptemos cosas, siguen tratando temas que a ellos no les interesan.

Claro que no hay que cejar en el intento, pero supongo que depende de toda una política general educativa y una toma de conciencia sobre la importancia real de la lectura.

El viernes pasado, BBC Mundo publicó una nota sobre los 7 mitos derribados de los mejores sistemas educativos gracias a la publicación del informe PISA. La nota es muy interesante y apunta a las creencias erróneas que seguimos arrastrando sobre cómo ha de modelarse un sistema educativo público para que tenga éxito (esto es, para que forme ciudadanos bien preparados y útiles a la sociedad), pero el punto que a mí me llamó la atención de forma especial fue aquel relativo a los contenidos que un buen sistema educativo debía incluir y cómo debía impartirlo. A este respecto, el informe señalaba que no es tan importante idear cursos específicos sobre materias actuales e integrar un programa de estudios saturado de asignaturas varias para lograr ciudadanos educados, sino saber enseñar en profundidad algunas pocas materias esenciales.

Los sistemas educativos con mejores resultados no tienen currículos vastos pero de poca profundidad, sino que se concentran en enseñar unas pocas materias en gran profundidad.
"En 2012, PISA evaluó en qué países los estudiantes tienen mayores capacidades de analizar y resolver problemas financieros, por ejemplo, relacionado con cuentas bancarias", le explicó Salinas a BBC Mundo. "Los países que han creado programas específicos de educación financiera no obtienen tan buenos resultados en esta dimensión como otros países cuyos programas generales de matemáticos son de excelencia".

En otras palabras, vale más saber emplear el razonamiento matemático que saturarse de cursos específicos sobre economía mundial, sistemas financieros y otros rubros que para cuando el menor ha alcanzado la vida adulta, ya habrán cambiado sustancialmente. En cambio, la matemática se mantiene como una de las materias esenciales que cualquier ser humano promedio debería comprender y saber usar en prácticamente todos los órdenes de su vida.

Así, como podrán imaginar, otra de las habilidades esenciales con que un estudiante debe ser formado es, naturalmente, ¡la comprensión de lectura! ¿No resulta obvio? ¿Cómo podríamos suponer que va desempeñarse un ciudadano del siglo XXI si no comprende lo que lee? ¡Leer, leer, leer! ¡Es vital acostumbrarse a leer, a comprender lo que se lee y a saber cuestionarlo y hacer reflexión sobre eso! Y ninguna comprensión de lectura se logra si no acostumbramos a los niños a leer de forma intensa y hasta placentera desde que son pequeños.

La literatura es una gran amiga en nuestro paso por la vida, porque nos exige abordar representaciones de la realidad que invitan a nuestro cerebro a pensar. Si un niño es expuesto temprano al placer de la lectura, sin trampas, ni engaños ni "jueguitos" absurdos, sino a la lectura simple y llana, aprenderá a comprender sus lecturas y a disfrutarlas y aprovecharlas a lo largo de su vida. Leer por obligación es terrible, pero aún más terrible es no leer del todo. Y quienes deben aprender a leer por placer para poder transmitir ese sentimiento a niños y jóvenes son los padres y los profesores. Si no nos obligamos como tutores a aprender a apreciar la lectura misma, sin adornos ni trampas, jamás lograremos que los libros del colegio dejen de ser aburridos. O que nuestros adolescentes dejen de odiar los libros. =(